NARRATIVA

Agustín Monsreal

Esencia de Sombra

     Eran las once de la noche, las once y media, quizá. El reloj de pared estaba detenido a las ocho y veinte de un ayer o de un hoy idénticos entre sí, vanos igualmente e imprecisos, por lo que podrían ser, también, las ocho y veinte o las once de la noche de mañana. No resultaba fácil determinarlo. El tiempo había perdido realidad y significado desde tres días antes, cuando Lina llegó a la administración del hotel y pidió una habitación en el noveno piso, que diera al mar. "Espero a alguien que llegará de un momento a otro", dijo con un aire de arrogancia; pero agregó, con humildad, con una voz muy tenue, y de una manera furtiva, confidencial, perezosa, que no quería que nadie la molestara, que deseaba descansar. Su cuerpo, sin embargo, más que fatiga, expresaba abandono, falta de convicción, indiferencia total hacia la vida. Llevaba puesto un vestido azul claro, de vuelo amplio y sin mangas, que mostraba las huellas de un viaje de varias horas; la blancura opaca y sin matices de su piel daba la impresión de ignorar por completo la existencia del sol, y sus ojos mansos, abstraídos -ojos que no tienen ya ninguna esperanza que sobornar-, parecían extraviarse más allá de las personas o de los objetos en que se posaban. Los empleados del hotel no le prestaron mucha atención: la soledad, el misterio, el hastío de las mujeres solas suelen ser cosa común y corriente; además, una parte del trabajo y la costumbre era no asombrarse de nada. Llave en mano, un muchacho formal y obsequioso la condujo a la habitación; Lina, no sin apatía, no sin fastidio, le alcanzó unas monedas. Su único equipaje era una pequeña maleta amarilla que quedó tirada al azar, junto con los zapatos y el bolso de mano. En ningún momento bajó al comedor, y escasamente había probado la comida que alguno de los mozos le llevaban al anochecer. Dormía a ratos, durante la mañana y la tarde, sin quitarse la ropa, con la cara perdida en la almohada, el sueño apacible, desfondado de imágenes, de impresiones, de sobresaltos. Las noches las pasaba en vela sentada en la orilla de la cama, deslizando sus dedos una y otra vez sobre las piernas, o mirándose al espejo, o caminando a pasos muy breves por el cuarto, acariciándose las puntas de los cabellos y sin despegar la vista de la alfombra gris donde se hundían sus pies desnudos y distantes, ajenos a ella misma como el resto de su cuerpo; o salía a la terraza, al balcón, y contemplaba atónita, escrupulosa, infinitamente el hueco negro de donde provenían las voces y los ecos de las voces del mar. "Lina, me llamo Lina", decía entonces para sí, y lo repetía como si el nombre fuera susceptible de caer y diluirse en la profundidad de uno de los pozos de la memoria.

     "Lina, te llamas Lina, no debes olvidarlo". Eran las once de la noche, las once y media, quizá, cuando descubrió, en la acera contraria, la estructura de un edificio que no había advertido, y apoyada en el barandal de uno de los balcones, apenas iluminada por un tímido brillo de luna, la figura esbelta y quieta de una mujer que, al igual que ella, acechaba sin descanso el abismo de la oscuridad. Lina levantó temerosamente el brazo y la saludó; pero en cuanto lo hizo, la mujer, como sacudida por una agitación imprevista, violenta, como quien huye de un mal presagio, se volvió de espaldas, entró apresuradamente en su habitación y fue a sentarse en la orilla de la cama, a seguir aguardando, aunque no sabía, en verdad, lo que esperaba, ni a quién. En algún instante creyó escuchar, amortiguada por la distancia, voces que la llamaban, remotas voces que reiteraban, hechas de persuasión, hechas de un lacio apremio, que debía ir al encuentro del mar; entonces ella, laboriosa, monótona, con rítmica tenacidad, empezó a mecerse, murmurando las notas inciertas de un arrullo mientras sus dedos se atareaban, una y otra vez, tratando de borrar las arrugas que se habían multiplicado en su vestido. Luego, bruscamente, se detuvo y se dobló de la cintura para abajo, impiadosa, implacable, dejándose colgada en una postura enemiga de la dignidad. El reloj de pared estaba detenido a las ocho y veinte de un ayer o de un hoy idénticos entre sí, vanos igualmente e imprecisos, por lo que podrían ser, también, las ocho y veinte o las once de la noche de mañana. No resultaba fácil determinarlo. Poco a poco, la mujer se enderezó de nuevo y se puso a buscar la historia, el destino de su nombre por los laberintos cada vez más intrincados de la reminiscencia; al cabo de unos minutos se dio cuenta que le resultaba imposible recordar; dirigió entonces su mirada al espejo y tuvo la sensación de que esa sombra angulosa y triste que se tallaba los muslos con vehemencia y la observaba inquisitivamente con sus ojos agrandados, marchitos, de los que parecían haber huido para siempre las formas de la alegría y el orgullo, le era en absoluto desconocida, como la otra, la que la había saludado con un ademán intolerable desde un balcón del hotel de enfrente. Se incorporó, hurgó en la maleta y en el bolso de mano, encontró por din un papel escrito con palabras vergonzosas, una carta infame, desleal, que se aplicó a leer menos con la vista que con la memoria, y que estuvo repasando, inmóvil, hasta que escuchó de nuevo, sólo que ahora más claras y cercanas, las voces que le pedían que acudiera al mar, las voces que le decían que allí la aguardaba el encuentro con lo que había empezado a esperar tres días atrás. No sin esfuerzo, comenzó a avanzar, despaciosamente, sintiendo cómo cada paso le devolvía a su cuerpo la conciencia, la fe, la voluntad, y cómo recobraba su nombre, cómo su nombre resurgía hasta colocarse, una vez más, a salvo del olvido.

     Lina, con una nitidez dolorosa, casi insoportable, vio aparecer a la mujer en la terraza de enfrente, la vio llegar sin un titubeo hasta el borde del balcón, montarse en el barandal y quedar de cara al vacío. Rompió la carta, arrojó los pedazos al viento y retrocedió a la ocho y veinte de la noche del día anterior, cuando llegó al hotel.

     Tres bandejas con alimentos secos, rancios ya, de amontonaban en el suelo, entre la cama, la cómoda y el velador; tirada de bruces en la alfombra, empecinada, había seguido las minuciosas embestidas, los avances secretos, apenas perceptibles de la descomposición. Imaginaba una silueta inclinada en el espejo, y se acordaba sin dificultad de sí misma: "Lina, te llamas Lina". Pero el nombre ya no significaba nada para ella, ahora le pertenecía a la mujer que dispersó en el viento la carta hecha pedazos. A veces, los infatigables murmullos del mar llegaban suaves hasta sus oídos; a veces era como si los tuviese en su interior y la arrullaran. A las once de la noche, las once y media, quizá, se levantó y, con la lentitud excesiva, se dirigió al balcón. Como si sólo hubiese estado esperando que Lina volviera a aparecer, la mujer entrecruzó las manos sobre su cabeza, tomó impulso y se lanzó a la nada. Lina regresó a la habitación, abrió la puerta del pasillo y comenzó a bajar, a pie, los nueve pisos. Cuando descendía los escalones de la puerta de entrada, se volvió hacia su derecha y alcanzó a ver el cuerpo quebrado contra el pavimento. Iba a acercarse, pero en ese instante dos empleados del hotel cubrieron el cadáver con una sábana, y las personas allí reunidas juntaron en Lina una mirada de intensa, extrema incredulidad. Ella se encaminó hacia el hueco negro de donde provenían las voces y los ecos de las voces del mar; al llegar a la otra acera sintió que se convertía en distancia, y al mismo tiempo que empezaba a serle propio, verdaderamente, su cuerpo penetrado por el agua, inundado por el silencio vivo de una indelegable, deslumbrante, merecida felicidad.

 

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