NARRATIVA
Francisco Lópe Ávila

El Día del Árbol

 

     Cada año, en abril, mes de calor sofocante, llega a San Juan un árbol que trae en sus ramas los frutos más sonoros de la comarca. Un viento amigo viene con él, lo acompaña, lo envuelve, lo atraviesa haciéndole sonar extraño y placentero. Quienes lo escuchan jamás regresan a ser los mismos. Al comer unos de sus frutos, el sabor retumba refrescaste en el paladar y se hunde como trino de golondrina en la garganta. El cuerpo danza al ritmo de los objetos que lo circundan, de la música que uno trae por dentro.
     Antes del amanecer, el árbol entra al pueblo por el patio de la casa de Memorio del Río. Sube al techo y de ahí brinca a otro y otro hasta que se instala al pie del campanario del templo que mucho trabajo requirió levantar, frente a la pequeña y arbolada plaza principal. Despacio, con la sonrisa extendida de hoja a hoja sube peldaño a peldaño la angosta escalera. Una vez arriba, jadeante, ve las calles empedradas por donde transitan los sueños perdidos; desnudos; temerosos. Mira la incipiente luz del sol atrapar nubes y adueñarse del cielo poco a poco. Se extasía observando jardines y los patios, las terrazas verdes y las paredes blancas, las largas albarradas y las dormidas ventanas. Escucha los primeros buenos días de los madrugadores, el reclamo con olor a aguardiente de algún infeliz huérfano que arrastra una soledad equivocada. Imagina los muslos y los pechos desnudos de Regina sobre las cómplices sábanas, allá, siete techos distantes en la casa de la abuela Misterios. Respira fuerte para llenarse del primer aire fresco del día. Toma la cuerda de la campana y tañe, con ires y venires cadenciosos del badajo, tañe su bolero de alegría. Luego, cuando ya casi todos los habitantes de San Juan se han reunido a la puerta del templo, grita, grita con voz de huracán, con coraje de torbellino, con bramido de tormenta. Una estampida de gritos y el viento que los acompaña recorre el pueblo de norte a sur, de este a oeste, de horizonte a horizonte, de cielo a tierra, de río a montaña, de cenote a cenote. Los techos se estremecen, los muros tiemblan, los corazones crepitan, caen y se rompen los más duros odios, los antiguos amores rejuvenecen.
     A lo largo y alto de ese día, aún bajo las piedras, nadie puede hallar una pizca de silencio donde refugiarse, nadie se atreve a pedirle que guarde sus frutos, recoja sus ramas y se largue con su música a otro pueblo.
     Con la aparición de la luna llena sobre el horizonte, el árbol suspende sus gritos y va a la cantina a calmar la irritación de su poderosa garganta. Mauricio el cantinero le sirve un tarro de aguardiente de flores de flamboyán y guayabas fermentadas en barricas de ceiba. Bebe todo el licor de un sorbo. Pide más. Hombres y mujeres, aturdidos unos, sordos la mayoría, otros cuantos iracundos, llegan a la cantina para brindar con él, celebrarle su regreso y acortarle su despedida, que ocurre mucho antes del alba sin viento alguno que lo acompañe.
*fragmentos de las historias de San Juan de las Maletas Frías; texto tomado del libro “imágenes del Taller de Creación Literaria del Centro Cultural La Ibérica” Cuaderno número 1 Edit. Ex-libris, Mérida, Yucatán, México. 2001

 

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