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NARRATIVA |
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Félix Enrique García y Aceves
La
Substancia de los Sueños
Para Carlos Marín
Zeus no podría desatar las redes
de piedra que me cercan.
J. L. Borges.
Como
un susurro, ustedes saben que no sólo las palabras son susurros,
alcanzo a verla en la penumbra: cierra los ojos, me dijo, y piensa
que abrazas a la mujer más hermosa del mundo, que la vas desvistiendo,
le quitas los aretes, y me enseñó cómo había
que desatornillarlos para que los broches no la lastimaran, tiras
sus zapatos, la blusa, la vas comiendo a besos... cierra los ojos,
amor, y volvió a besarme el cuello y el oído... ¿te
gusta? Comencé a tocarla y fui palpando su espalda: sueña
con la mujer más hermosa del mundo, pero ámame a mí,
y toqué sus codos, abrí sus labios, besé el satinado
interior, sentí la firme hilera de sus dientes y su lengua
tratando de encontrar un camino por mi boca. Había llegado
cuando menos la esperaba ¿buena suerte? ¿mala suerte?
¿quién sabe? Qué maravillosa boca, le dije, hundiendo
la mano arriba de su cuello sobre la perfecta curva de su cráneo.
Ella empezó a quitarme la camisa y, con su pierna derecha,
trataba de medirme. Era el miércoles diez de marzo a las 6:37
de la tarde y cada vez había menos luz en este cuarto que de
por sí es medio oscuro. La bulla de los pájaros y de
los niños que afuera, en los jardines, jugaban con bicicletas
y pelotas, formaba una delicada red por la que se filtraba, de vez
en cuando, el ruido de los camiones que, a todo motor, iban matando
gentes por la calle. Tus hombros son divinos, me dijo, estás
lleno de pecas... Mucho más allá, en el poniente, mientras
se hundía irremediablemente atrás del mundo, el sol
armaba un teatro de sombras aprovechando la imaginación con
que las nubes jugaban a ser ballenas en el agua del cielo. Mi cielo...
dije, un poco angustiado porque no encontraba cómo abrir su
falda, ella, en cambio, iba fácilmente desnudándome:
qué bonito, siempre te imaginé así, pareces
una isla que sale del mar con su follaje, me decía, cuando
tocaba mis piernas... Yo seguía atascado con su falda, no encontraba
broches ni botones ni cierres, carajo ha de ser de las que se meten
a la fuerza, pensé, pero ella llegó en mi auxilio y
no sé cómo, de pronto, su falda estaba a medio cuarto.
¿Te gusta? me dijo, poniendo mi mano izquierda sobre su seno
derecho y lo toqué firme, suave, tibio y no pude abrir el sostén,
Dios mío, soy una bestia, nunca he sabido cómo funcionan
estas cosas. Muérdeme, dijo, con mucha autoridad, y luego,
buscando suavizar las cosas, eres el mejor hombre del mundo... entonces
recordé al abuelo Tomás tratando de educarme: ¡ja!
y le creíste... Cómo serás pendejo, qué
no ves que todas le dicen lo mismo a todos, pero dudé
de su sabiduría y pensé que no siempre era así,
que la excepción hace la regla, y toqué madera, pensando:
ojalá no me arrepienta... Había cada vez más
oscuridad, por momentos el ruido de los camiones era intenso y temblaba
de miedo pensando en el reguero de muertos que irían dejando
al lado, en las banquetas, e imaginé a los peatones brincando
entre cadáveres mientras me arqueaba para besar sus senos.
Entonces entendí por qué Ramón siempre dice:
me muero de ganas de meterle la mano, tiene buen ojo ese cabrón,
pensé, a la vez que procuraba espantar las ideas que me desconcentraban.
No podía estar distrayéndome con pendejadas. Volví
a su cintura bordeándola minuciosamente para sentir el fino
tejido de las medias. Ella siguió besándome, me mordió
el hombro derecho haciendo ruido con su boca y recordé sus
labios bermellones, de cinabrio, de mercurio, que tantas veces quise
tocar, separar, morder, mientras la veía comer uvas o tomar
yogurt. Ahora que al fin se abrían dulcemente sobre los huecos
de mis hombros, estaba al borde del llanto... Espié los gestos
de su boca y la expresión de sus ojos para saber si me comportaba
adecuadamente o tenía que encontrar otro camino, pero no lograba
interpretar los signos escasos y apenas visibles en la oscuridad creciente.
Ella seguía aconsejándome que cerrara los ojos y me
pusiera a soñar como había visto que hacía, en
horas de trabajo, en la librería, cuando me cachaba hojeando
libros de Masaje Sexual o Las 10 Cosas que los Hombres Deben Saber
de las Mujeres o, ya de perdis, el Tao del Amor. En algunas ocasiones,
cuando esto sucedía, me quedaba mirando con sus ojazos negros
y daba unos pasitos de esos que sólo ella sabe dar y que producen
el sentimiento de estar viendo algo sagrado... luego regresaba y trataba
de mirar la página por encima de mi hombro, entonces podía
sentir sus senos rozar mi brazo y me daban ganas de que aquello no
acabara nunca. Después hacía que me volteara y me decía,
me están saliendo unos granitos por aquí, mira, ¿qué
será? Y yo sólo miraba luces y sentía que mis
pies no tocaban el piso. Lo peor era que después, hacía
lo mismo con Ramón preguntándole, oye, ¿qué
tengo aquí? me está picando y entonces todo se me volvía
negro y sólo miraba manchas aún a medio patio a través
de las ventanas donde el sol macheteaba los árboles y me entraban
ganas de gritar y de salir corriendo a escalar, una tras otra, las
montañas, hasta quedar convertido en un animal agrio sobre
las cumbres nevadas mientras que ella, pobre, lloraba y se arrepentía
mil veces. Besé su cuello levantándole el pelo, le dije:
estás amarga y me cerró el paso inclinando su cabeza
en un gesto que interpreté de placer, luego comenzó
a moverse para quedar arriba alegando que seguramente ya me había
cansado porque es muy agotador sostener el propio cuerpo sobre codos
y rodillas. Al quedar acostado de espaldas sentí lo que los
árboles sienten cuando les nacen hojas. Era la primera vez
que nos amábamos y nada estaba ocurriendo como había
soñado. Siempre calculé que primero la invitaría
a cenar y la apantallaría hablándole de mis últimas
lecturas. Comenzaría explicándole La importancia
de llamarse Ernesto, luego, los trabajos de genealogía
de Foucault para llegar a poner en duda y cuestionar la moral, los
hábitos, las formas de actuar y de pensar, siempre buscando
el camino que me llevara al punto de poder decirle: lo que nos han
enseñado acerca de las costumbres sexuales son puras marrullerías,
aprendamos a gozar, rompamos con todo y vámonos a la cama,
¿cuál es el problema? Nunca imaginé que sería
al revés... Después, le recordaría el final de
Cien Años de Soledad cuando el último de los Aurelianos
toma por la cintura a Amaranta Ursula y la levanta como si fuera una
maceta de begonias para dejarla bocarriba sobre la cama que se convertiría
en el fondo de un estanque diáfano. Carajo, qué bien
iba a salir todo aquello, y éste sería el preámbulo,
sólo para que empezara a sentir que su verdadero centro de
gravedad estaba más cerca de lo que imaginaba. Luego, dado
que durante la cena habríamos tomado algunas cervezas, estaría
buscando apoyos, trabajo que con mucho gusto haría de la manera
más diligente, le retiraría la silla y tomándola
delicadamente, la ayudaría a levantarse para que cuando comenzara
a vacilar en los primeros pasos me pusiera tras ella metiéndole
la mano alrededor de la cintura, jalándola de modo que sus
caderas embonaran bien en el hueco de mis piernas donde ella sentiría
espasmos de erupción. Se sofocaría un poco y miraría
a los hombres y mujeres sentados en las mesas contiguas los unos con
expresión de envidia, las otras pensando qué fortuna
la tuya. En ese momento le diría, hacemos una pareja perfecta.
Luego, saldríamos y graciosamente iría pegándome
a su cuerpo, tocándolo, sintiendo las ligas y los extremos
de la carne ceñida de modo tan dulce y tierno que al llegar
a la puerta del coche me abrazaría y me diría: llévame
a la cama. Y yo, con perfecto dominio, contestaría: no comas
ansias... Pero todo eso pertenecía ya al mundo de lo imposible
porque para entonces la iba recorriendo con las yemas de los dedos
y veía escurrir la oscuridad por las redondas formas de sus
hombros. Los besé varias veces y llegué al nacimiento
de sus senos presionándolos suavemente. Estaba al borde del
abismo, a punto de caer, y no encontraba nada para sostenerme sino
este hermoso cuerpo perfumado como si fuera un árbol... Los
árboles que viven en la acera eran ya enormes sombras en el
viento protegiendo una multitud de pájaros callados que soñaban
el día para hacer posible la salida del sol en el oriente.
Yo me desesperaba quitándole las medias que le venían
chicas, casi había que arrancarlas en pedazos... qué
burro soy, pensé, mientras que Orión se levantaba levemente
inclinado en el oriente listo para correr enardecido entre explosiones
y nubes de polvo y luz. Al fin, con ayuda de sus pies, quedó
desnuda, puso todo su vibrante cuerpo sobre mí y, de un solo
golpe, recorrió el laberinto de mis nervios. Me abracé
a ella con la alegría de un náufrago que en medio del
océano encuentra algo para sostenerse. Volví a recorrer
su espalda, sus hombros, el nacimiento de su cuello y le dije: quisiera
morirme, sería hermoso quedar muerto en este instante... ella
se rió con su risa de fuego y dijo: no, lo hermoso sería
quedarnos así toda la vida... Iba besándome, mordiéndome,
abriéndose paso por mi cuerpo. Entonces comprendí la
locura de la araña que va y viene arrastrando sus hilos, y
la risa casi sin dientes del hombre que vende nieves en la puerta
del condominio y supe que en cualquier parte hay invisibles caminos
anudándose... Con su boca, ella me estaba hundiendo en un orbe
sin cuerpos, en un mundo remoto, perfecto: en la misma substancia
de los sueños. La imperiosa necesidad de no venirme me hizo
tomar conciencia de esta cama incómoda a la que le salían
pedazos de tablas a los lados y pensé mierda... Se oían
gritos y pasos de gente que subía y bajaba: una bola de idiotas
caminando. Yo estaba cayendo, desbarrancándome en su cuerpo
que, como el arca, perdida ya en el tiempo, se bamboleaba sobre las
aguas furiosas. Toqué sus pies, ceñí sus tobillos...
ladró un perro, gritó un niño que arriba, en
el segundo piso, lloraba inconsolable... allí afuerita, había
un desmadre, ¡qué horror! Pero aquí, en la oscuridad,
abríamos todas las ventanas... me faltaba oxígeno y
una bocanada de aire limpio me sostuvo sobre la corriente, luego perdí
el norte, el oriente, la noción de arriba y abajo, nada tenía
sentido, todo era vano pero a la vez indispensable... se abrió
un mar de luz en cuyo oleaje me estaba destrozando, quedé ciego,
pero vi todo a la vez... Nunca pensé que llegaría a
odiarla tanto. |
Cuento
ganador del certamen Premio Nacional de Cuento Oxkutzcab 2001, Beatriz
Espejo, Coauspiciado por el Instituto de Cultura de Yucatán,
el Centro Yucateco de Escritores A. C., y el H. Ayuntamiento de
Mérida; seleccionado por el jurado compuesto por los escritores
Dionisio Morales, Roger Metri y Beatriz Espejo entre 151 trabajos
sometidos a dictamen. La ceremonia de entrega tuvo lugar en el marco
de la XVIII Feria de la Naranja, en ese municipio yucateco, el viernes
7 de diciembre, y fue encabezada por el director del Instituto de
Cultura de Yucatán, Arq. Domingo Rodríguez Semerena,
en representación del Gobernador del Estado de Yucatán,
y el Tec. Gualberto Ayora Cámara, presidente municipal de
Oxkutzcab.
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